Creo que me convertí en hincha del Floresta Rubgy Club “out of curiosity” … aunque bien se diga que ese impulso inicial de la curiosidad no alcanza por si solo para sostener una pasión. Pero voy al principio. Diré que durante meses el mencionado equipo logró llamar mi atención y convocar mi incredulidad, al repetirse la misma noticia todos los domingos por la mañana. Miren la escena. Ese soy yo. Son las 9.00 am. Puse el café a calentar y bajé a recoger el diario que nuestro canillita soltó contra la puerta de casa, pafff!! Cerré la puerta, subí y deposité el diario en la cama para Carla que aún está saliendo del último sueño. Separé la única sección de interés personal: el suplemento deportivo. Rápida ojeada a las estadísticas futbolísticas mientras sirvo el café (en rigor ya las he asimilado luego de las repeticiones televisivas del sábado a la noche) para detenerme al fin allí, en la anteúltima página, donde se expone el score de la Unión de Rubgy de Buenos Aires. Como escaneando los avisos fúnebres, mi vista se concentra ahora en la última columna, Grupo IV, zona F. Ahí va. Una vez más. ¿Lo ven? Derrota del último equipo de toda la Unión: el Floresta RC. Imposible no detectar la pregunta subyacente: ¿qué es lo que inspira a sus jugadores para seguir jugando tras perder sábado a sábado con indecible persistencia?
Mi historia de ligazón ética con el rugby no es muy antigua. Diversas circunstancias me fueron acercando a él recién en la vida adulta. Aunque llegué a comprender que los dos deportes son el mismo, en la infancia supe resolver muy fácilmente la antinomia con su primo hermano, el balompié. Vayan, para comprender esto, algunos datos orientativos:
- Cumplía 9 años cuando Maradona ganaba México 86 y mi club, ese Argentinos Juniors que ya nunca más volvería a ser, disputaba la final del mundo contra la Juventus.
- Familia de clase media, en un momento en que la ovalada aún irradiaba exclusividad.
- 1,66 metros de estatura y 72 kilos de contextura adulta. Muy liviano para hooker y muy bajo para apertura. Apenas con chances para medio scrum, la posición donde todos quieren jugar y para la cual se requieren habilidades demasiado estratégicas para mi ansiedad constitutiva.
Corolario natural, jugué al fútbol. Y en el fútbol encontré de chico y luego de grande, parte importante de lo que podría llamarse el “sentido de la vida”.
Primero aprendí a perder. Lo hice jugando en la Liga de colegios católicos primarios (COCAPRI), representando al Colegio San Miguel, gracias a las gestiones increíblemente generosas de mi viejo, merced a cuyos esfuerzos mi escuela empezó a competir. Éramos un montón de larvas que asistíamos con constancia militar a nuestra propia debacle. El ritual tenía lugar los sábados a la mañana y consistía en ser derrotados inequívocamente por 0- 3, o 4, o 5. Durante el primer año sacamos solo un punto, un empate en 0, obviamente. Es decir, no convertimos ni un gol!! Pero mi viejo no bajaba los brazos y seguía entrenando al equipo. En su Renault 4 nos llevaba a los entrenamientos, los cuales preparaba concienzudamente buscando información en una época sin internet. Y así llegó a cargar al team completo (5 titulares de 8 años más 3 suplentes) en expedición a Agronomía para jugarle al Claret. Por ese entonces, Agronomía, para mí, era un sitio próximo a los confines del universo.
Cuando en el segundo año convertimos el primer gol, lo festejamos todos. Salimos del partido abrazándonos, las familias haciendo caravana con los autos, a bocinazo limpio desde Flores hasta Barrio Norte, para celebrar que el San Miguel había perdido solo 1 – 2 contra el Sagrado Corazón. Recuerdo perfectamente la jugada y su definición, ¿como olvidarla? Fue una pared de Campeones (el animee japonés) con “Nata” que me dejó de cara al arquero. Aún percibo la sensación de haber pensado “no puede estar pasando esto, ¿realmente vamos a hacer un gol?”.
Por las tardes, luego de los partidos de COCAPRI, mi viejo me llevaba a jugar a la plaza, enfrente al Club KDT. Allí iban los pibes de Beto, otro señor con un corazón gigante, como el de papá. Beto cargaba con un grupo de chicos de la villa 31, rumbo al improvisado potrero. Fue jugando con ellos que aprendí a ganar, compartiendo como iguales un espacio que de otra manera jamás habríamos transitado juntos. Y ganar allí juro que no era sencillo! Pero el fútbol hace magia y junta a los distintos, en pleno pie de igualdad, dando posibilidades inauditas para que aflore la confianza.
Allí reparé mi primer penal fallado, aquel que desperdicié contra el San Agustín un sábado a las nueve y treinta y cuatro de la mañana, frente al arco que daba a la calle Gutierrez. Demasiada confianza y muy poca conciencia me llevaron a un desenlace inseguro, ingenuo y anticipado, que el arquero recogió con agradecimiento. Por suerte empatamos 2 a 2. Pero a la tarde me tocó reiterar la pena máxima contra el equipo del hijo de Beto. Y esa vez sí, no fallé. La pelota voló como treinta metros porque el improvisado arco de mochilas y buzos no tenía red para contenerla y hubo que rajar a buscarla entre los autos que pasaban a toda velocidad por el lateral del Aeroparque, para evitar que la pincharan.
Con los mismos chicos del potrero estrené la camiseta de la “Vecchia Signora” que mi madrina había traído de Italia, y fue también allí que aprendí a “soltar la pelota y levantar la cabeza”, lo que de alguna forma me debió haber hecho crecer.
Eventualmente el tiempo colaboró para que nuestro desempeño en COCAPRI fuera mejorando. La experiencia con los chicos de la 31 me iba ayudando. La constancia y el amor de mi viejo, inspirándome. Recuerdo que ese mismo segundo año de Liga se festejó ahora sí nuestra primera victoria. Fue 4 – 3 contra el Santa Catalina. Y el año siguiente terminamos clasificando quintos sobre 10 equipos! Gloriosa campaña de equilibrio con igual cantidad de victorias y derrotas. Tiempo al tiempo para que, luego de ocho temporadas, ese grupo que había unido y entrenado mi padre llegara inclusive a ganar un intercolegial y yo pudiera, orgulloso, ofrendarle el Pichichi a mi papá.
Como no ser del Floresta RC, entonces. ¿No? Más aún cuando la curiosidad original por entender las profundas motivaciones del club, me llevó a descubrir que fue fundado para que los chicos de la villa del Bajo Flores se dedicaran al deporte y se alejaran de los horrores y las carencias.
Algún domingo voy a abrir el suplemento deportivo y, sirviendo el café, voy a descubrir que ayer ganamos los hinchas del Floresta. Eso es seguro. Pero mientras tanto sé bien que sus jugadores ganan todos los sábados. Se los digo yo que ganaba mientras perdía, jugando en COCAPRI para el Colegio San Miguel.