La noción de que nuestras mentes son producto estricto de nuestra cultura ha sido postulada aún como explicación de circunstancias bestiales, tal como el comportamiento de los miembros de una secta, de un grupo de asesinos fundamentalistas o de una tribu urbana cuyo descontrol termina produciendo muertes en un concierto de rock. ¿La argumentación? Nadie puede pensar «por fuera» de la cultura a la cual pertenece. ¿Cómo responsabilizar entonces a los participantes, si es que no pueden visualizar su comportamiento más allá de los propios ritos?
Por supuesto que la vida no se concibe si no es con otros, y por supuesto que la vida con otros requiere la internalización de reglas. Esas reglas precisan un lenguaje y se cristalizan en ritos e instituciones. La permanencia de ellos configura un sistema. Pero la noción de que la cultura dicta instrucciones que el individuo no puede no acatar, no solo es reduccionista, sino peligrosamente expiatoria.
En primer lugar, no existe tal cosa como un solo sistema del cual todos somos parte en relación unívoca. Como individuos estamos atravesados por diferentes sistemas y subsistemas en diversas órbitas: religiosas, artísticas, laborales, deportivas, profesionales, familiares, sociales, tecnológicas, geográficas, sexuales, étnicas… Claro que amén de la participación en esos múltiples “espacios tribales” de las subculturas (runner, vegano/a, hípster, swinger, futbolero/a o fan del new wave ochentoso), existe una suerte de condición primaria de “ciudanía” que sirve de marco global, fijando los límites de lo posible y lo impensable en términos intraculturales. Pero ese marco requiere una interpretación del individuo para ser vivido, un modo particular de relacionarse con la institución y su regla.
Hay interpretaciones de esa relación que solo pueden acatar mandatos sin lugar para una mirada crítica. Hay otras más sofisticadas, más proactivas, más desafiantes, más rebeldes, más transculturales. La historia personal define ese modo de relación, las propias experiencias dentro y fuera de la cultura, la concepción que cada individuo tiene de su propia humanidad y su propia trascendencia. La calidad de las conversaciones que cada sujeto tiene consigo mismo, el tenor y el timbre de su propio lenguaje, ese que utiliza en la más absoluta soledad para “hablar con Dios” y reconocerse en su espejo… Continuar leyendo