Retomamos en esta edición el trabajo de Horacio Bolaños sobre la obra de Zygmunt Bauman.
Consumo y educación
Ahora bien, este conjunto de habilidades del “buen consumidor” ¿dónde se aprenden? La espontaneidad, el dejarse tentar, el estar alerta ante lo novedoso, lo divertido, lo instantáneo ¿requiere de formación previa? ¿Es preciso capacitarse, estudiar, entrenarse para ser un efectivo integrante del conjunto de los consumidores? ¿Son necesarias instituciones como otrora las fábricas, los talleres, los cuarteles (temporariamente obligatorios) para modelar a los nuevos agentes sociales? Todo parece indicar que las respuestas a estos interrogantes son negativas. Es el mismo mercado el que moldea a sus actores diestros y exitosos. ¿Es de extrañar entonces la crisis de nuestro sistema educativo?
Como el conocimiento requerido para las elecciones –fugaces- en el mercado es empírico, se procuran recetas y no fundamentos, reacciones y no deducciones, aproximaciones y no precisiones. ¿Puede extrañar, entonces el éxito de los gurúes, los falsos profetas, los brujos y los traficantes de paraísos químicos?
La estética del consumo
La sociedad de consumo es la sociedad de las sensaciones, de los estímulos, del vértigo. Por ello habla Bauman de la estética: “El consumo, siempre variado y rico, aparece ante los consumidores como un derecho para disfrutar y no una obligación para cumplir”. Los consumidores se guían por intereses estéticos, no por normas éticas. Porque es la estética, no la ética, el elemento integrador en la nueva comunidad de consumidores. La sociedad de la producción asignaba un valor central al trabajo bien realizado, la estética premia más las experiencias cortas e intensas. El cumplimiento del deber tenía su lógica interna que dependía del tiempo y por eso lo estructuraba, le otorgaba una orientación, le confería sentido a nociones como acumulación gradual o demora de las satisfacciones. Ahora en cambio, ya no hay razones para postergar la búsqueda de nuevas experiencias; la única consecuencia de esa demora es la pérdida de oportunidades, porque la oportunidad de vivir una experiencia no necesita preparación ni la justifica; llega sin anunciarse y se desvanece si no se aprovecha.
Como del futuro se espera que depare cada día nuevas y más sorpresas a ser satisfecha de manera inmediata, tanto el ahorro como la previsión pierden su atractivo. Por lo tanto, tratar de anticipar el futuro, programándolo, le quita el encanto de la sorpresa y el vértigo. ¿Es de extrañar, entonces la crisis de los sistemas jubilatorios?