Una de mis materias preferidas en la carrera de Administración fue “Teoría de la decisión”. Recuerdo que mientras la cursaba no podía dejar de preguntarme: ¿y si todo el racional que construimos para el análisis de las alternativas no fuera más que auto justificación de la decisión que ya hemos tomado? Es decir, el proceso teóricamente transparente de recopilación de información objetiva para analizar pros y contras, ¿no está atravesado en sí mismo por nuestras preferencias? Si fuera así, ¿podría decirse que ya decidimos antes de decidir y que lo que hacemos con la decisión es algo así como “explicárnosla” a nosotros mismos? Entonces, ¿cuál es el mecanismo mediante el cual decidimos? ¿Decidimos realmente?
Según los Grandes Maestros del Yoga la vulnerabilidad de lo que creemos controlar se expresa en entornos o circunstancias que nos son desconocidas. Para gobernar esa incertidumbre preferimos la construcción del conocimiento, que no deja de ser un relato que nos brinda seguridad y nos permite creer que las cosas son controlables, “decidibles”, que estamos en dominio de nuestro destino, que podemos hacer que las cosas cambien o mejoren. Pero bien puede contemplarse la idea de que en realidad, no estamos en este mundo para cambiarlo o para mejorarlo, sino simplemente para conocerlo. Podemos conocerlo a través de la reflexión, del entendimiento, podemos sentirlo o percibirlo, o podemos creer en él. Entender, sentir, creer. Esas son las herramientas para conocer lo que pasa. Pienso entonces, una vez que logramos conocer lo que pasa, ¿se acabó el sentido? La voz de Yogananda me responde: En rigor allí es donde empieza, pues es tiempo de ayudar a que pase lo que debe pasar. Nuestra identidad es el modo particular en que cada uno se relaciona con el sentido, un llamado hacia una forma individual de ser. Como el Cristo, que pide que se haga en él según la voluntad del Padre, podría pensarse que todos venimos al mundo con un propósito, con una vocación (el verbo latino para «llamar» es vocare). Estamos aquí para ser “algo” y ese “algo” se puede expresar en distintas profesiones, ocupaciones, labores, trabajos de las cuales nos encargamos a lo largo de nuestra vida. Pero no hace falta desarrollar biunívocamente la ocupación A para cumplir con el propósito B. La profesión es algo que hacemos, no algo que somos. Un accidente que, como tal, puede ser otro con el tiempo.
Una de las más tragicómicas paradojas de la existencia es que no conocemos nuestra vocación sin al menos haber transitado algunos pasos a ciegas. No es extraño que así ocurra si, siguiendo a Lacan y su espejo, consideramos que la identidad se manifiesta y consolida en el vínculo con los demás. A veces, si estamos atentos y escuchamos en el silencio, la vocación se nos presenta solita, se revela a poco de andar. Otras veces está debajo de las piedras y se nos escapa hasta que el camino mismo parece terminarse. Para peor, el desafío no solo es encontrarla, sino ayudar a que se manifieste. Cultivarla. Darle la posibilidad de alcanzar su máxima expresión.
Como sea, la decisión de la profesión no parece ser tan crucial ni tan determinante en la perspectiva de la búsqueda vocacional, sin la cual cualquier profesión es insuficiente y con la cual cualquiera es una puerta a la auto-realización.