Horacio Bolaños es Licenciado en Filosofía de la UBA. Ha sido Gerente de Capacitación y Desarrollo en Xerox Argentina, en ESSO Argentina y en Grupo Quilmes. Los últimos años fue Director en Great Place to Work de Argentina, Uruguay y Paraguay. En las siguientes dos ediciones, publicamos de su pluma, un agudo análisis sobre la obra de Zygmunt Bauman.
Con este llamativo título comienza Zygmunt Bauman el segundo capítulo de su libro Trabajo, consumismo y nuevos pobres[1]. Bauman fue profesor emérito de la Universidad de Leeds (GB) y un prestigioso pensador de las ciencias sociales que se especializó en el análisis de las transformaciones del capitalismo tardío (o posmodernidad). En las líneas siguientes trataremos de presentar los puntos salientes de su análisis de ese trabajo e intentaremos aportar algunas reflexiones sobre el tema.
El título nos obliga, primero a recordar las diferencias entre ética y estética. La ética es la reflexión filosófica (es decir, sistemática y crítica) sobre el fundamento de las normas morales. Su campo es el del deber ser. La estética, por su parte, en la concepción tradicional, es la reflexión filosófica sobre los fundamentos del arte, las preferencias, las sensaciones. Su campo, al menos en el sentido con que lo utiliza Bauman, es el de las experiencias de los sentidos.
La ética del trabajo
Al hablar de ética del trabajo, Bauman se refiere a los valores centrales que necesitó articular la sociedad occidental a partir de la revolución industrial. Sin una valoración del esfuerzo, del trabajo organizado, de la disciplina, de la postergación del disfrute, no hubiera sido posible estructurar organizaciones como los grandes centros fabriles de donde surgieron las rugientes locomotoras, los deslumbrantes transatlánticos o las contaminantes usinas eléctricas, características de los primeros años del siglo XX. Por tal motivo, la sociedad de nuestros abuelos y bisabuelos también se la entiende como la sociedad de la producción, dado que sus integrantes se dedicaron, principalmente, a ella.
La manera en que aquella sociedad formaba a sus integrantes estaba dada por la necesidad de desempeñar el papel de productores, por lo tanto, la obligación que se imponía a sus miembros era la de adquirir la capacidad y la voluntad de producir. Pero producir de manera serial, mecánica, masiva y reiterativa.
Por eso, la forma en que aquellas organizaciones moldeaban a la gente procuraba comportamientos predecibles y pautados. La fragmentación de las tareas en pasos simples aseguraba el intercambio impersonal de sus ejecutantes. Es por estas características que, tal como señala acertadamente Peter Druker, el modelo militar de los cuarteles territoriales y del servicio militar obligatorio fue un patrón rápidamente adoptado por las incipientes fábricas de producción seriada.
La “ocupación“ de las personas ayudaba a que éstas encontraran una identidad y su ubicación en la estructura de la sociedad. Los obreros, los supervisores, los gerentes o los propietarios constituían grupos separados con pautas de vida homogéneas entre sí, hecho que permitió el origen del concepto de clase social. La clase, a su vez, condicionaba fuertemente las vocaciones y el proyecto de vida. Continuar leyendo