Seba es mi primo. Es vendedor de libros, entre muchos otros interesantes oficios. En realidad es su faceta “Clark Clent” la que opera de vendedor de libros. Por las noches, cuando no vende libros, se pone el traje de “Superman” y alimenta un blog con las historias del día. Publica las consultas inconcebibles de los visitantes nunca devenidos en clientes, la tipología y morfología de ellos, los variados intentos de hurto de los volúmenes expuestos cerca de la puerta o las discusiones entabladas con los eventuales lectores acerca de las intenciones pretendidamente ocultas de tal o cual autor. La queja automática acerca del precio del libro por el cual se requiere una consulta es la reacción más comúnmente observada. Así que para administrarla eficientemente, Seba ha diseñado una respuesta infalible: “es el orden de las letras lo que hace que el precio sea tan alto”. “¿Y por qué el último de Florencia Boneli sale 200$ y este cuesta 230$? No puedo llevarme éste por 200$?”. “No, justamente por el orden de las letras en el libro que Ud eligió, estimado señor. La particular disposición de los 180,915 caracteres dentro de ese volumen, configura el valor de 230$ que resulta insoslayable, querido amigo… lamento no poder ayudarlo”.
Seba, a través de este notable argumento, resalta con el color del absurdo una de las máximas del Liderazgo de Stephen Nachmanovitch en Free Play: “no es con la técnica que se produce la creatividad, sino a través de ella”. Así como el estudio de la teoría musical no genera composiciones maravillosas per se, tampoco el conocimiento de una lengua y la combinatoria estudiada de sus símbolos producen una novela memorable. ¡Ni que decir de la lectura de libros de liderazgo y la capacidad efectiva de inspirar a los demás en consecuencia!!!
Lo que permite “sincronizar” el acto creativo, llave del liderazgo, es más bien, en términos de Nachmanovitch, la capacidad de entregarse al “fluir de la conciencia”, al “rio” donde yacen “fuera del tiempo” no solo nuestras propias vivencias sino las vivencias del “Tao”, la identidad del “nosotros”.
Y esa “sincronización” se produce con la técnica como vehículo, pero en el momento justo en el que la abandonamos, la olvidamos, la hacemos a un lado, como saltando del bote que nos llevó a destino para ser sostenidos por el arte y su red. Diría Nachmanovitch que esto se produce en un lugar que no es lugar y existe en perpetuo fluir entre el sentimiento y el pensamiento. Ahí mismo yace el acto creativo, entendido no como lo “nuevo” u “original”, sino como aquello que nos permite “expresar lo que somos”.
La obra ya está en la piedra a ser pulida, así como la creatividad ya está en nosotros, esperando que las barreras con las cuales las contenemos puedan ser derribadas y nuestras mentes y experiencias puedan conectarse al fluir de la conciencia, para lo cual el autor propone hacer dos cosas:
• Jugar mientras trabajamos: esto es la elaboración y ornamentación aparentemente inútil de la actividad. Es licenciosa, excesiva, exagerada, antieconómica. Es dar saltitos en lugar de caminar, tomar el camino más pintoresco en lugar del más eficiente. Jugar es indispensable para encontrar la musa, permitirse improvisar y ser creativo.
• Desaparecer en el proceso creativo, alcanzando lo que los budistas llaman el Samadhi. El Samadhi es el estado de absoluta y absorta contemplación en que uno se siente separado de sí mismo. No se llega a él solo a través de la meditación, sino a través de la acción. Cuando la personalidad aferrada a sí misma de alguna manera se aleja estamos a la vez en trance y alertas. Puedo decir que personalmente, cuando me conecto con la ejecución de un instrumento musical (o me pongo a hacer jueguito con la redonda luego de los entrenamientos), tengo esta experiencia del modo en que la describe Nachmanovitch. Es una sensación de relajación y confianza, donde conviven en el mismo momento el control de la ejecución para la corrección por aproximación del sonido y el abandono de ese mismo control. Hay una cuestión física muy cierta que el autor resalta. En la ejecución de cualquier instrumento de cuerdas y más aún en los que no tienen trastes, el sonido no se produce por precisión y ataque. El dedo no va al lugar “superpreciso” y exacto de primera. Lo que se produce son “microajustes hiperveloces” de posición (1/12 de tono, 1/24 de tono, 1/280 de tono) hasta que el oído escucha lo que pretende escuchar. No es posible lograr esa afinación de manera infinitesimal en el tiempo sin relajación, pero tampoco es posible lograrla sin estar totalmente alerta. ¡Hay que lograr la “micro corrección” antes que los demás perciban el desvío! El estado necesario es el “samadhi”.
Leo a Nachmanovitch en este preciso momento, mientras navego el río del Tao. Pero ya no pienso en el libro que leo, sino en Virginia Woolf y su “stream of consciousness” (literal expresión del concepto del músico). Imagino ahora a Rodrigo Fresan y su ópera prima (Historia Argentina), de la cual se dijo que fue escrita en una noche (¿o será que en realidad lo fue en 30 años de silentes vivencias, experiencias, amores y desengaños que sí, en una noche, fluyeron en forma de novela?). También visualizo a Luke Skywalker, Jedi de todos los Jedis en la mágica Starwars, a quien el Master Yoda le pedía aprender a pelear con los ojos vendados (“en estado de Samadhi”?), conectado con la Fuerza del Universo (“May the force be with you”). Y también pienso en Tati, una amiga con quien cené anoche que dice haber encontrado su camino al crecimiento como líder a través del Teatro luego de trabajar por 30 años en una importante corporación. Y por último vuelvo al recuerdo a Seba, que ahí andará convenciendo malos clientes de que la combinatoria algebraica de las palabras produce el valor en la industria literaria de la economía capitalista, mientras ríe tristemente sabiendo que acaso por eso, los libros que le toca vender están tan lejos de lo que Nachmanovitch llamaría arte.