En términos científicos muy generales, la velocidad de marcha normal de un ser humano es de 4 a 6 kilómetros por hora. Una mujer puede hacerlo a un ritmo algo más lento dependiendo de la altura y largo de piernas y a medida que se envejece, esa velocidad promedio disminuye. Sabemos que caminar aumenta los niveles de energía y bienestar, fortalece el corazón, reduce el riesgo de enfermedades y mantiene el peso bajo control provocando la tonificación de los músculos. Caminar también aumenta la circulación y el suministro de oxígeno a cada célula del cuerpo, ayudando a que se sienta más alerta y vivo, protege al cerebro y preserva la memoria a medida que pasan los años.
Los del interior lo hacemos mucho durante nuestros primeros meses en Capital. Salir a merodear de noche los días de semana es juntar crédito de silencio para bancar el día ruidoso. Nos gusta tentar la suerte y poner a prueba el mito de los peligros de Buenos Aires. Es como respirar el aire de la libertad. El aire que durante el día tiene que ser compartido, por las noches es más nuestro que suyo.
Por causa del insomnio y otros tipos de dramas como el “ambulantismo existencial” (buscar una casa sin realmente querer encontrarla), Charles Dickens, salía de su morada de Londres a medianoche y se marchaba a caminar; recorría las calles bajo la lluvia y el frío helado. En consecuencia de ello, hoy nosotros tenemos la fortuna de leer sus grandes obras literarias de aquí a la eternidad.
No recibió ninguna educación hasta los 9 años, hecho que más tarde le fue reprochado por sus críticos al considerar su formación excesivamente autodidacta. A pesar de ellos, probablemente lo que más alimentó su creatividad fue la capacidad innata de observación, nutrida con su devoción por cumplir cada día con esos largos paseos nocturnos.
Dickens era un caminante que podía llegar a andar 30 kilómetros por las calles de la ciudad con la misma obsesión que algunos tenemos por el sol, los andenes y las esperas bajo la lluvia. Durante sus paseos se metía en bares, barrios étnicos, hospitales y otros edificios públicos. Conversaba con niños y vendedores de pan o se dedicaba a espiar borrachos peleando entre sí y con la policía. También le interesaban los manicomios, los cuales le inspiraban pensamientos de este tipo: “¿No son, acaso, los cuerdos y los locos iguales por la noche cuando los cuerdos ensueñan? ¿No estamos todos nosotros, los que ensoñamos fuera de los manicomios, durante todas las noches de nuestra vida, más o menos en la misma situación de los que se hallan dentro? (…) ¿No hacemos nosotros por la noche una mezcolanza de acontecimientos y personajes, tiempos y lugares que ellos mezclan durante el día?”. Magistral, ¿no?.
Respecto de la técnica, el escritor trazaba el destino que quería alcanzar. Es decir, comenzaba por determinar el punto final del recorrido. Automáticamente se daban por si solos los puntos a atravesar de camino a esa meta, y por nada del mundo se podía alterar la ruta o emprender el regreso dejando afuera alguno de esos sitios pre-establecidos. Dejar la tarea sin terminar era para Dickens, tan grave como violar un compromiso con otra persona.
“No hay nada más triste que el talento desperdiciado”, decía. Cuando nos quedamos sin inspiración probablemente no sea por falta de capacidad sino por falta de contenido. Dickens nunca dio por sentado que la inspiración vendría sola. Cuando se hacía ausente, la buscaba él mismo. Su creatividad literaria venía de la observación, de cada noche en tránsito por las calles de la capital británica, de la simpleza del acto de caminar y el hecho de que éste acto le proporcionaba el nivel de detalle necesario para poder escribir con la calidad que deseaba.
Si trasladamos estas ideas a nuestra vida real, entonces podremos tomar esta técnica como una herramienta clave para la formación de nuestro propio pensamiento, para llenarnos de contenido que genere la energía necesaria para llegar a la meta, pasando por todos los puntos y sin abandonar antes de tiempo. Salir a caminar significará entonces, no quedarnos quietos.